lunes, 26 de noviembre de 2012


LA MUÑECA DE TRAPO
Mario García Ysla


La afanosa búsqueda de adornos artesanales me llevó, de pronto, al centro de un mercado ferial en el que, a pesar de su densa humocidad provocada por el sahumerio y el incienso que le daban un aspecto irreal, pude distinguir su casi centenar de pequeños quioscos en los que se ofrecían herrajes, huayruros, ekekos, entre otras imágenes y mejunjes utilizados para atraer la suerte o curar el susto, pero en ninguno de ellos vendían los objetos hechos con cerámica que tan tercamente mi querida esposa consiguió prometerle comprar. Ya había recorrido de ida y vuelta por más de dos horas las callejuelas que formaban esos cubículos improvisados y vanos habían sido mis esfuerzos.
Imaginando ya la escena de recriminaciones que una vez más Bea me iba a representar, y exhausto por mi inútil búsqueda, procedí a salir de la feria cuando de pronto una mano pequeña y  huesuda me detuvo en seco. Al querer ubicar al dueño de esa mano, mi mirada tuvo que declinar hasta a ras del suelo donde distinguí una diminuta figura, cuya cabeza de larga cabellera trenzada sobresalía de una acampanada mixtura de colores que formaba el vestido que llevaba puesto.
Ti pasu il quirquincho pa qui tingas suirti in il amor y los nigocios, papay.
El quirquincho. Sí, había escuchado bien ese nombre musical y extraño que quedó resonando en mi mente, cuando vi pasar por mi rostro una especie de rata acorazada que me hizo trastabillar. No había respondido ni sí ni no, pero me sentí impelido por ese pedazo de mujer hacia el interior de un cuartucho y sentado de un empujón sobre un tronco que hacía de banca frente a una mesa llena de objetos rituales y velas encendidas. Y en segundos, esta sobrenatural criatura, encaramada sobre mi, restregaba el extraño animalito por todo mi cuerpo, de pies a cabeza, murmurando palabras indescifrables y dejándome pelos y babas del animal por todo mi saco y corbata.
Il quirquincho dici qui tindrás mochas disgracias papitu, tin cuidao con to familia.
Las palabras de esta mujer me hicieron reaccionar, pues no me dejaba engatusar por este tipo de admoniciones y poniéndome de pie me encaminé a la salida del cuartucho, mas de pronto la inverosímil figura, de un ágil salto, se detuvo en la entrada en una actitud bastante firme con la minúscula mano extendida cobrándome los quince soles de la sesión involuntaria. Pagué y estaba escapando por segunda vez cuando volví a sentir la mano huesuda que me entregaba algún trapo mientras me decía con istu ti protigirás. Por inercia tomé lo que me daba y salí sobrecogido por esa figura femenina y no tanto por lo que me había profetizado, pues siempre me ha caracterizado el escepticismo y casi nunca lo mágico-religioso ha sido tema central de mis esporádicas elucubraciones, debido a mi falta de fe en algo que no sea tangible y material, lo que me permitía descreer de lo vaticinado por esta menuda pitonisa. En todo caso, si algo me preocupaba, era la decepción que una vez más le iba a provocar a mi mujer. No pude cumplir con mi palabra otra vez. Como siempre, diría Bea. Por esto, predispuesto a soportar los gritos y tomando en cuenta lo que decía mi padre, qué mujer no jode hijo, entré al cuarto alquilado donde vivíamos y grande fue mi sorpresa pues recibí una amorosa sonrisa de bienvenida de Bea mientras mi pequeña hija Mariafer, luego del beso de saludo, me arrancaba de la mano el trapo y feliz se iba a jugar, mientras me decía gracias papi por la muñeca.
Al contrario de otras ocasiones en las que me recriminaba hasta el hartazgo, Bea no volvió a mencionar nada sobre el asunto de los adornos artesanales, lo que me parecía un buen síntoma de que nuestra relación, al fin, iba por el buen camino de la tolerancia y comprensión. Y así fue, mi vida familiar mejoró mucho desde todo punto de vista. Afianzándose más, sobre todo, porque en la empresa donde laboraba hubo un aumento bastante sustancioso de sueldo, lo que me permitió conseguir un departamento de hipoteca en un condominio moderno, en el que nos instalamos rápidamente y fuimos recibidos por unos exageradamente delgados vecinos con quienes compartíamos el piso e hicimos al instante una bonita amistad y cuya hija, también muy delgadísima, jugaba con la nuestra más por haberle encantado Tati, así le puso de nombre mi querida hija a su muñeca de trapo, y por la que peleaban constantemente.
Yo, que era, ya lo dije, un incrédulo, un escéptico pertinaz en todos los aspectos de la vida, que había dado por seguro soportar con resignación una mediocre e insípida existencia, me sentía realmente feliz por los rotundos cambios favorables. Ahora comenzaba a disfrutar de una relación tan armoniosa como nunca imaginé. De esta forma iba quedando rezagada esa incredulidad reforzada por mi anterior manera de vivir, desordenada e irresponsable, que tuvo su momento de quiebre cuando me vi en la necesidad de elegir entre ese despilfarro vital e insensato o tu hija y yo, como me espetó Bea.
La mejora económica me permitió, además de amoblar la nueva casa, continuas salidas a diversos lugares de entretenimiento. Mi esposa, mi hija y yo disfrutábamos a plenitud de tantos paseos y diversiones que nos absorbían y nos distraían completamente. Pero, como todo cansa, incluso hasta la felicidad, al fin ya exhaustos de tanto divertimento empezamos a preferir quedarnos los fines de semana en casa. Mariafer quiso reanudar sus juegos con su amiguita, pero por más que tocaba la puerta de nuestros vecinos no le abrían o no querían abrir. Recuerdo vagamente que la última vez que supimos de ellos fue cuando dejaron una caja a guardar y luego nada más. Quizás, tal vez, estarían molestos porque en algún momento le impedí a mi hija juntarse con la otra niña para que no estén peleando por la muñeca. Sea lo que fuere, mi angelito, olvidando a su desaparecida amiguita, pasaba los días entretenida con su inseparable Tati y viendo los dibujos animados en la televisión cada vez tan cerca al aparato que alguna vez debí ordenarle se aleje, es que no veo papi, me respondió.
A pesar que no llevábamos ningún régimen alimenticio especial, nuestros familiares empezaron a advertirnos de lo exagerado de las dietas y ejercicios que estábamos realizando porque nos veían muy delgados. Y solo cuando la mamá de Bea, completamente airada, me dijo que estábamos puro hueso y pellejo, es cuando reparé en ello. Al principio pensé que debía ser por las continuas salidas y el ajetreo de ir de acá para allá, pero descarté de plano estas conjeturas porque ya habían pasado varias semanas desde la última vez que estuvimos fuera del hogar y nuestro disfrute era estar en nuestro departamento casi todo el tiempo. Por comprobar me observé en el espejo desnudo y, efectivamente, vi con gran estupor mi espectral cuerpo. Tuve el tino de no decir nada hasta verificar lo mismo con mi mujer quien, al igual que yo, había perdido también mucho peso y nada quedaba de esas apetitosas carnes de la que me había sentido atraído. Estas preocupantes observaciones de la salud familiar las quise comentar, como otras tantas veces por diversos temas, con mis compañeros de la empresa, pero me di cuenta que el trato con ellos ya no era el mismo, y hasta mi jefe me miraba serio y casi frío, actitudes éstas que hacía algún tiempo había advertido. Últimamente, a mi paso, sentía que murmuraban o hablaban subrepticiamente, lo que me enojaba sobremanera y prefería ignorarlos. Precisamente, ese día, luego de la jornada laboral agotadora y estresante, al llegar a casa, todavía inquieto por lo de la oficina y nuestro deterioro físico, pasé a darle las buenas noches, como siempre lo hacía, a mi pequeña hija y grande fue mi asombro al notar que su cuerpo parecía no tener volumen, tanto que la frazada que la cubría estaba completamente lisa. Pero, mucho más fue mi espanto al acercarme para darle el beso y ver lo desmejorado, pálido y sin brillo del rostro de mi hija comparado con la cara chaposita y rosadita de Tati a quien la tenía abrazada fuertemente.
No pude dormir esa noche. Dando vueltas y vueltas en mi cama, me abotagaba de infinitas preguntas y trataba de ilar otras tantas respuestas mientras me reprochaba por mi falta de atención y cuidados hacia mis dos seres tan amados cuando, como si fuera una cuchillada, recordé la frase de aquella diminuta mujer de la feria.
Il quirquincho dici qui tindrás mochas disgracias papitu, tin cuidao con to familia.
Empecé a sudar frío y con desesperación esperé despierto a que amaneciera para ir a buscar a ese ente de la feria. Salí muy temprano sin despertar a Bea porque la veía muy cansada últimamente y tampoco quería asustarla. Al llegar al lugar, la feria, me dijeron, hacía meses ya se había trasladado. Estuve buscando durante varios días por diversos distritos pero no la ubiqué ni nadie me supo dar razón de dicha feria. En tanto, la salud de mi hija había desmejorado tan aceleradamente que debí llevarla de emergencia al hospital pues estaba perdiendo la visión y casi no tenía fuerzas para hablar. El diagnóstico no era tan preciso y el galeno deducía, por los síntomas, un raro caso de leucemia por intoxicación, por lo que debimos pasar por algunos análisis Bea y yo, cuyos resultados, para redondear nuestra maldición, fueron iguales a los de mi nena. Mientras mi hija literalmente iba desapareciendo, la muñeca Tati, que mi niña había pedido casi como último deseo que no la aparten de su lado, parecía haber cobrado vida. Días más tarde, desgraciadamente, sin conocerse la causa exacta, mi añorada hija dejó de existir. La pena de perderla se acrecentó cuando mi esposa, en estado de coma, fue hospitalizada.
Sentado en la sala de mi ahora sombrío y trágico departamento nuevo no encontraba respuesta a mi desgracia. Solo atinaba a repasar con mucho pesar en lo fugaz de mi felicidad. En el desmoronamiento de una vida familiar que se perfilaba tan dichosa; y en mi inútil escepticismo que claudicó a poderes extraños. Sentía que mis fuerzas me abandonaban mientras pensaba en este delirante fin de mi vida, la de mi esposa y de mi linda pequeñita. Estos pensamientos se atropellaban en mi mente de manera tan vertiginosa y desesperante que en un intento por eliminarlos levanté la mirada y vi sentada sobre el sofá de enfrente a la muñeca Tati rozagante, chaposita y hasta casi sonriente. Un gran odio me insufló su presencia y levantándome violentamente con la última energía que me quedaba tomé a la muñeca de trapo, que me hizo recordar al diminuto engendro ferial, fui a la cocina y rociándole aceite la prendí para quemarla y deshacerme de ella. Al encenderla no pude evitar, debido a mi torpeza y mi debilitamiento físico, que el fuego y el humo se esparcieran por toda la habitación causando un voraz e indetenible incendio. Ya no me importaba, total, había perdido todo lo que amaba en la vida, mi hija, mi mujer, y mientras maldecía a la bruja enana de la feria sentía que mi cuerpo iba perdiendo fuerzas debido a la falta de oxígeno por la densa humocidad y me desplomé sobre una ruma de periódicos pasados mientras mi última mirada de esta vida se posaba en el titular de uno de ellos: “Traficantes de mercurio fueron encontrados muertos en su departamento”. La foto era de mis vecinos.