LA
MUÑECA DE TRAPO
Mario García Ysla
La afanosa búsqueda de adornos artesanales me llevó, de pronto, al centro de un mercado ferial en el que, a pesar de su densa humocidad provocada por el sahumerio y el incienso que le daban un aspecto irreal, pude distinguir su casi centenar de pequeños quioscos en los que se ofrecían herrajes, huayruros, ekekos, entre otras imágenes y mejunjes utilizados para atraer la suerte o curar el susto, pero en ninguno de ellos vendían los objetos hechos con cerámica que tan tercamente mi querida esposa consiguió prometerle comprar. Ya había recorrido de ida y vuelta por más de dos horas las callejuelas que formaban esos cubículos improvisados y vanos habían sido mis esfuerzos.
Imaginando
ya la escena de recriminaciones que una vez más Bea me iba a representar, y
exhausto por mi inútil búsqueda, procedí a salir de la feria cuando de pronto una
mano pequeña y huesuda me detuvo en
seco. Al querer ubicar al dueño de esa mano, mi mirada tuvo que declinar hasta
a ras del suelo donde distinguí una diminuta figura, cuya cabeza de larga
cabellera trenzada sobresalía de una acampanada mixtura de colores que formaba
el vestido que llevaba puesto.
—Ti
pasu il quirquincho pa qui tingas suirti in il amor y los nigocios, papay.
El quirquincho.
Sí, había escuchado bien ese nombre musical y extraño que quedó resonando en mi
mente, cuando vi pasar por mi rostro una especie de rata acorazada que me hizo
trastabillar. No había respondido ni sí ni no, pero me sentí impelido por ese pedazo
de mujer hacia el interior de un cuartucho y sentado de un empujón sobre un
tronco que hacía de banca frente a una mesa llena de objetos rituales y velas
encendidas. Y en segundos, esta sobrenatural criatura, encaramada sobre mi, restregaba
el extraño animalito por todo mi cuerpo, de pies a cabeza, murmurando palabras
indescifrables y dejándome pelos y babas del animal por todo mi saco y corbata.
—Il
quirquincho dici qui tindrás mochas disgracias papitu, tin cuidao con to
familia.
Las
palabras de esta mujer me hicieron reaccionar, pues no me dejaba engatusar por
este tipo de admoniciones y poniéndome de pie me encaminé a la salida del
cuartucho, mas de pronto la inverosímil figura, de un ágil salto, se detuvo en
la entrada en una actitud bastante firme con la minúscula mano extendida cobrándome
los quince soles de la sesión involuntaria. Pagué y estaba escapando por
segunda vez cuando volví a sentir la mano huesuda que me entregaba
algún trapo mientras me decía con istu ti protigirás. Por inercia tomé lo que
me daba y salí sobrecogido por esa figura femenina y no tanto por lo que me
había profetizado, pues siempre me ha caracterizado el escepticismo y casi nunca
lo mágico-religioso ha sido tema central de mis esporádicas elucubraciones, debido
a mi falta de fe en algo que no sea tangible y material, lo que me permitía
descreer de lo vaticinado por esta menuda pitonisa. En todo caso, si algo me
preocupaba, era la decepción que una vez más le iba a provocar a mi mujer. No
pude cumplir con mi palabra otra vez. Como siempre, diría Bea. Por esto, predispuesto
a soportar los gritos y tomando en cuenta lo que decía mi padre, qué mujer no
jode hijo, entré al cuarto alquilado donde vivíamos y grande fue mi sorpresa pues
recibí una amorosa sonrisa de bienvenida de Bea mientras mi pequeña hija
Mariafer, luego del beso de saludo, me arrancaba de la mano el trapo y feliz se
iba a jugar, mientras me decía gracias papi por la muñeca.
Al
contrario de otras ocasiones en las que me recriminaba hasta el hartazgo, Bea
no volvió a mencionar nada sobre el asunto de los adornos artesanales, lo que
me parecía un buen síntoma de que nuestra relación, al fin, iba por el buen
camino de la tolerancia y comprensión. Y así fue, mi vida familiar mejoró mucho
desde todo punto de vista. Afianzándose más, sobre todo, porque en la empresa
donde laboraba hubo un aumento bastante sustancioso de sueldo, lo que me permitió
conseguir un departamento de hipoteca en un condominio moderno, en el que nos instalamos
rápidamente y fuimos recibidos por unos exageradamente delgados vecinos con
quienes compartíamos el piso e hicimos al instante una bonita amistad y cuya
hija, también muy delgadísima, jugaba con la nuestra más por haberle encantado
Tati, así le puso de nombre mi querida hija a su muñeca de trapo, y por la que
peleaban constantemente.
Yo,
que era, ya lo dije, un incrédulo, un escéptico pertinaz en todos los aspectos
de la vida, que había dado por seguro soportar con resignación una mediocre e
insípida existencia, me sentía realmente feliz por los rotundos cambios
favorables. Ahora comenzaba a disfrutar de una relación tan armoniosa como
nunca imaginé. De esta forma iba quedando rezagada esa incredulidad reforzada
por mi anterior manera de vivir, desordenada e irresponsable, que tuvo su
momento de quiebre cuando me vi en la necesidad de elegir entre ese despilfarro
vital e insensato o tu hija y yo, como me espetó Bea.
La
mejora económica me permitió, además de amoblar la nueva casa, continuas salidas
a diversos lugares de entretenimiento. Mi esposa, mi hija y yo disfrutábamos a
plenitud de tantos paseos y diversiones que nos absorbían y nos distraían completamente.
Pero, como todo cansa, incluso hasta la felicidad, al fin ya exhaustos de tanto
divertimento empezamos a preferir quedarnos los fines de semana en casa. Mariafer
quiso reanudar sus juegos con su amiguita, pero por más que tocaba la puerta de
nuestros vecinos no le abrían o no querían abrir. Recuerdo vagamente que la
última vez que supimos de ellos fue cuando dejaron una caja a guardar y luego
nada más. Quizás, tal vez, estarían molestos porque en algún momento le impedí
a mi hija juntarse con la otra niña para que no estén peleando por la muñeca. Sea
lo que fuere, mi angelito, olvidando a su desaparecida amiguita, pasaba los
días entretenida con su inseparable Tati y viendo los dibujos animados en la
televisión cada vez tan cerca al aparato que alguna vez debí ordenarle se aleje,
es que no veo papi, me respondió.
A pesar
que no llevábamos ningún régimen alimenticio especial, nuestros familiares
empezaron a advertirnos de lo exagerado de las dietas y ejercicios que
estábamos realizando porque nos veían muy delgados. Y solo cuando la mamá de
Bea, completamente airada, me dijo que estábamos puro hueso y pellejo, es
cuando reparé en ello. Al principio pensé que debía ser por las continuas
salidas y el ajetreo de ir de acá para allá, pero descarté de plano estas
conjeturas porque ya habían pasado varias semanas desde la última vez que estuvimos
fuera del hogar y nuestro disfrute era estar en nuestro departamento casi todo
el tiempo. Por comprobar me observé en el espejo desnudo y, efectivamente, vi con
gran estupor mi espectral cuerpo. Tuve el tino de no decir nada hasta verificar
lo mismo con mi mujer quien, al igual que yo, había perdido también mucho peso
y nada quedaba de esas apetitosas carnes de la que me había sentido atraído.
Estas preocupantes observaciones de la salud familiar las quise comentar, como
otras tantas veces por diversos temas, con mis compañeros de la empresa, pero
me di cuenta que el trato con ellos ya no era el mismo, y hasta mi jefe me
miraba serio y casi frío, actitudes éstas que hacía algún tiempo había
advertido. Últimamente, a mi paso, sentía que murmuraban o hablaban subrepticiamente,
lo que me enojaba sobremanera y prefería ignorarlos. Precisamente, ese día,
luego de la jornada laboral agotadora y estresante, al llegar a casa, todavía inquieto
por lo de la oficina y nuestro deterioro físico, pasé a darle las buenas noches,
como siempre lo hacía, a mi pequeña hija y grande fue mi asombro al notar que su
cuerpo parecía no tener volumen, tanto que la frazada que la cubría estaba
completamente lisa. Pero, mucho más fue mi espanto al acercarme para darle el
beso y ver lo desmejorado, pálido y sin brillo del rostro de mi hija comparado
con la cara chaposita y rosadita de Tati a quien la tenía abrazada fuertemente.
No pude
dormir esa noche. Dando vueltas y vueltas en mi cama, me abotagaba de infinitas
preguntas y trataba de ilar otras tantas respuestas mientras me reprochaba por
mi falta de atención y cuidados hacia mis dos seres tan amados cuando, como si
fuera una cuchillada, recordé la frase de aquella diminuta mujer de la feria.
—Il
quirquincho dici qui tindrás mochas disgracias papitu, tin cuidao con to
familia.
Empecé
a sudar frío y con desesperación esperé despierto a que amaneciera para ir a
buscar a ese ente de la feria. Salí muy temprano sin despertar a Bea porque la
veía muy cansada últimamente y tampoco quería asustarla. Al llegar al lugar, la
feria, me dijeron, hacía meses ya se había trasladado. Estuve buscando durante
varios días por diversos distritos pero no la ubiqué ni nadie me supo dar razón
de dicha feria. En tanto, la salud de mi hija había desmejorado tan
aceleradamente que debí llevarla de emergencia al hospital pues estaba perdiendo
la visión y casi no tenía fuerzas para hablar. El diagnóstico no era tan
preciso y el galeno deducía, por los síntomas, un raro caso de leucemia por
intoxicación, por lo que debimos pasar por algunos análisis Bea y yo, cuyos
resultados, para redondear nuestra maldición, fueron iguales a los de mi nena. Mientras
mi hija literalmente iba desapareciendo, la muñeca Tati, que mi niña había
pedido casi como último deseo que no la aparten de su lado, parecía haber
cobrado vida. Días más tarde, desgraciadamente, sin conocerse la causa exacta,
mi añorada hija dejó de existir. La pena de perderla se acrecentó cuando mi
esposa, en estado de coma, fue hospitalizada.
Sentado
en la sala de mi ahora sombrío y trágico departamento nuevo no encontraba
respuesta a mi desgracia. Solo atinaba a repasar con mucho pesar en lo fugaz de
mi felicidad. En el desmoronamiento de una vida familiar que se perfilaba tan
dichosa; y en mi inútil escepticismo que claudicó a poderes extraños. Sentía
que mis fuerzas me abandonaban mientras pensaba en este delirante fin de mi vida,
la de mi esposa y de mi linda pequeñita. Estos pensamientos se atropellaban en
mi mente de manera tan vertiginosa y desesperante que en un intento por
eliminarlos levanté la mirada y vi sentada sobre el sofá de enfrente a la
muñeca Tati rozagante, chaposita y hasta casi sonriente. Un gran odio me
insufló su presencia y levantándome violentamente con la última energía que me
quedaba tomé a la muñeca de trapo, que me hizo recordar al diminuto engendro
ferial, fui a la cocina y rociándole aceite la prendí para quemarla y
deshacerme de ella. Al encenderla no pude evitar, debido a mi torpeza y mi
debilitamiento físico, que el fuego y el humo se esparcieran por toda la
habitación causando un voraz e indetenible incendio. Ya no me importaba, total,
había perdido todo lo que amaba en la vida, mi hija, mi mujer, y mientras
maldecía a la bruja enana de la feria sentía que mi cuerpo iba perdiendo
fuerzas debido a la falta de oxígeno por la densa humocidad y me desplomé sobre
una ruma de periódicos pasados mientras mi última mirada de esta vida se posaba
en el titular de uno de ellos: “Traficantes de mercurio fueron encontrados
muertos en su departamento”. La foto era de mis vecinos.