Mi padre era de Huánuco, de modo que la música andina no era ajena a mis sentimientos. Pero nunca había oído ni visto a los sikuris. Los vi y escuché por primera vez en 1982 cuando ingresé a San Marcos. Quedé impresionado por el ritmo, la melodía y la fuerza de esa música. También impresionaba la ejecución de los músicos, quienes, con sus chullos y ponchos, avanzaban por los pasillos formando filas y soplando sus zampoñas, esos instrumentos que parecían guardar el viento por miles de años, hasta que el músico lo soltaba con su mágico soplido. Entonces, el viento se sentía libre y salía con una fuerza que insuflaba el espíritu con un hálito de gigante.
Un bombo poderoso marcaba el ritmo, también un tambor donde redoblaban las baquetas, y dos platillos que se estrellaban y sacaban chispas al silencio. Los sikuris llegaban al patio de Letras o subían por la rampa hasta el de Educación. Entonces hacían un círculo y giraban como un planeta en rotación, una y otra vez, una y otra vez, hasta que los muchachos y las muchachas no resistían más, se tomaban de las manos y se integraban a esa rueda sideral. En ese momento ya nadie era solamente uno: cada uno era todos, y todos eran cada uno, y todos eran todo, como una roca más del ritmo y la melodía del universo.
Esa música siempre estaba ahí, aun cuando ya no estuvieran los músicos. Resonaba en nuestras mentes en todo momento. O nos encontrábamos en clase y la escuchábamos a lo lejos. Al oírla, nos sentíamos en otra dimensión. No sé cómo explicarlo, pero el efecto de esa música en el espíritu le daba algo así como una sensación de trascendencia, de totalidad.
Encontré este video de un reencuentro de los integrantes del conjunto de Zampoñas de San Marcos en uno de sus aniversarios. Seguramente, les traerá recuerdos de aquellos años cuando esta música nos acompañaba prácticamente de manera cotidiana.
M. J. Ávila R.